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Segundo y tercer año de vida.

Actualizado: 4 jun 2020

Entre los nueve y quince meses el niño puede trasladarse hábilmente gateando y/o caminando, y el juego a las escondidas vuelve a tomar otras formas ahora es "te sigo", "te agarro". La posibilidad de andar sobre sus pies, deambular de un lugar a otro marca un cambio en la representación de sí mismo. Nada mejor que los brazos del adulto para sostener y ayudarlo a caminar, para poder lograrlo se conjugarán procesos madurativos motrices con el sentimiento de seguridad de poder hacerlo.

El logro de la marcha es uno de los hitos más importantes en el desarrollo del niño ya que le permite ampliar las conductas de exploración y alejarse de las figuras de apego, como su mamá, papá o cuidadores y prestarse a explorar el mundo circundante. Esta interacción con el entorno debe ser estimulada ya que el interés por los seres y los objetos serán la base para la construcción del conocimiento. Docentes y padres deben tener presente que todo aprendizaje depende de las posibilidades y de la calidad de las exploraciones que al niño le estén permitidas. Si bien las conductas de indagación le posibilitan alejarse de sus primeras figuras de apego -que también han sido figuras de exploración- en muchos momentos, experimentará angustia, temor, sorpresa, lo que lo llevará a buscar a alguien que le permita neutralizar estos sentimientos negativos. Es por esto, que para sentirse seguro en sus primeros pasos exploratorios del mundo, papá, mamá y cuidadores deben estar cerca. De lo contrario, el niño se encoleriza, llora, se paraliza o arremete, viéndose perturbada la continuidad de las conductas exploratorias.

También hay que tener en cuenta que para que un niño pueda desarrollar conductas exploratorias, es imprescindible que haya desarrollado la suficiente confianza en las personas que cuidan de él, para poder alejarse y volver cuando experimentan inseguridad frente a lo novedoso. Tanto las dificultades para percibir los temores del niño, como los miedos exagerados del adulto, empañan la capacidad de mantener viva la necesidad de conocer, de explorar. Si bien poco nos pueden explicar verbalmente de sus temores, sí lo hacen a través de los juegos, el llanto y el lenguaje gestual.

Los niños desean hacer cosas y los adultos tienen que propiciar, facilitar esta experiencia. Sin embargo, muchas veces, en vez de acompañarlos a hacer, lo hacen por ellos, o por el contrario, en otros casos los dejan tan solos que quedan expuestos al fracaso y/o a situaciones de riesgo.

Acompañarlos supone sugerir sin imponer, esto es: mostrar los medios para alcanzar lo que se propone y además estar atentos a que no corran peligro. Por ejemplo, si lo que el niño quiere es largarse de un tobogán podrán primero darle la mano para subir las escaleras y para deslizarse por él. Diferente es el caso del niño, que al intentar con dificultad subir a una silla es levantado directamente por quien lo cuida, lo que probablemente producirá insatisfacción en el pequeño. Pero, ¿por qué? Porque el deseo es de hacer la experiencia y esto es lo que lo inicia en una autonomía paulatinamente creciente.

En el extremo opuesto encontramos los adultos que se muestran indiferentes frente a lo que el niño puede o no puede, y en vez de subirlo a la silla, o darle la mano para que baje del tobogán, no prievere el riesgo de la situación, exponiéndolo a golpes o accidentes frecuentes, que también inhiben el desarrollo de la autonomía.

El descubrimiento del espacio y los desplazamientos implican necesariamente el aprendizaje de los riesgos. En la vida cotidiana aparecen productos que son necesarios, pero que a su vez pueden ser nocivos. Por ejemplo: artículos de limpieza, medicamentos, objetos demasiados pequeños, pueden ser peligrosos si quedan al alcance de los niños. También se debe tener cuidado con herramientas o máquinas que a ellos les interesan y desean manipular, pero que pueden resultar peligrosas. Tal como lo afirma Doltó (1992), en esta edad los objetos manipulados por sus padres y/o cuidadores, desde el inconsciente del niño son una prolongación de ellos; es decir, el padre y la madre son los dueños de todo lo que sucede... Entonces, si por tocar un enchufe recibe una descarga eléctrica, él vive como que papá y/o mamá están ahí, lo castigaron y que lo hicieron voluntariamente, o más aún, vengativamente. Por esto, es necesario que el niño desde pequeño reciba información acerca de cómo funcionan los objetos que cotidianamente se manejan y la razón por la que pueden ser peligrosos. De este modo, ganará confianza en sí mismo y el deseo de actuar podrá paulatinamente ir regulándose y aceptando algunas normas y prohibiciones que lo llevarán a sustituir esta actividad exploratoria por otra que no sea peligrosa.

El comprender que hay movimientos y objetos peligrosos es progresivo, aunque el niño intente una y varias veces con lo mismo, el "¡No!" firme del adulto, acompañado con un gesto de la cabeza y del dedo índice, puede facilitar la comprensión, para lo cual es fundamental no contradecirse.

Frente a los deseos de exploración del niño, surge en los adultos la preocupación por cómo establecer “límites”. Según Aberastury (1998) el punto es encontrar un equilibrio entre permitir y prohibir. Lo permitido debe estar de acuerdo con el momento del desarrollo, con las condiciones de vida y con los valores de los padres y de la sociedad en la que se están desarrollando. Es conveniente colocar límites dentro de un marco de amor y seguridad. La libertad, el hacer lo que quiera, la falta de cuidado y contención por parte de los adultos, es vivida como abandono y genera inseguridad. Padres y docentes deben crear las condiciones adecuadas para que las conductas de exploración se realicen de manera tal que se constituyan en una experiencia positiva y placentera para el niño.

En este momento evolutivo, el niño comienza a andar, lo toca todo, se sube a todas partes y para él es imprescindible que esta actividad lúdica y motriz se deje a su libre iniciativa, pero lean atentamente lo que sigue: es sumamente importante que en estas experiencias se encuentre rodeado de seguridad y que ante un pequeño incidente que le cause contrariedad, estén presentes las palabras explicativas y de consuelo del adulto. Además, tal como lo refiere Doltó (2000), es imprescindible que la persona tutelar pueda ocuparse cotidianamente, durante al menos media hora, dos veces por día a enseñarle las modalidades de manipulación segura de los objetos que lo rodean, mostrarle lo que le interesa y explicarle sobre el funcionamiento de lo que se detiene a explorar.

El dejar hacer sin límites llena de ansiedad, lo deja solo, no le permite discriminar, aprender a cuidarse. Sólo las restricciones que enseñan algo tienen sentido. Se observa con cierta frecuencia que las demandas de movimientos de exploración, las manifestaciones de rabia, enojan al adulto, y hacen perder la paciencia, lo que sólo agrega confusión o ansiedad. Otras veces, los encargados de cuidar al niño reaccionan con indiferencia como si dijeran “si cierro los ojos me ahorro problemas”, lo que no es cierto porque la angustia que no ha sido adecuadamente contenida, genera otros problemas. Tal como lo señala Doltó (op. cit.), enseñar implica acompañar, estimular las sustituciones, en otras palabras, los “no” deben ser acompañados por un “sí”, pero en otro lugar, con otro objeto, las restricciones que no abren nuevos caminos generan inhibiciones y síntomas. Cuando el poder hacer es vivido como todo lo puedo, todo me está permitido, provoca angustia y culpa.

Para el logro progresivo de la autonomía, también es necesario que paulatinamente se vaya desarrollando la capacidad de estar a solas sin sentirse abandonado.

Esta capacidad puede alcanzarse cuando los cuidados tempranos han sido lo suficientemente buenos y el niño ha podido jugar, estar solo en presencia de sus padres - cuidadores, sintiéndose protegido sólo por estar ahí. Quizás han podido observar cómo el adulto que lo cuida y el niño suelen estar en un mismo espacio, pero cada uno en su propia actividad, aunque a los ojos de los otros estén separados, es justamente lo contrario, ya que si el adulto se aleja el niño inmediatamente interrumpe lo que está haciendo.

¿Por qué nos detenerse en esto?

Porque aprender depende del interjuego de la capacidad de estar a solas con la habilidad de intercambiar con otros y precisamente, esa capacidad comienza a dar sus primeros indicios en este período evolutivo.

Es imposible concebir la niñez sin la dimensión lúdica, ya que es precisamente ésta la que va a facilitar el desarrollo y el aprendizaje.

En esta etapa evolutiva, alrededor del año y medio o más, precisamente cuando el niño puede caminar sin estar preocupado por su equilibrio, el juego preferido es arrastrar un juguete atado a un hilo, lo que produce gran placer al hacerlo mover. De allí que cuando el juguete queda trabado con algún obstáculo y no puede moverlo, reclama urgentemente que otro se lo libere para continuar su actividad y mover el juguete. De esto se desprende que los que se mueven por sí mismos (a batería o eléctrico), no ubican al niño en el mismo lugar. El que se mueve es el juguete y el placer se experimenta en el mirar. A esta edad el pequeño prefiere arrastrar, mover, moverse, empujar, tirar el juguete, más que mirarlo. Por esto, se muestran resistentes a los juguetes que se mueven solos, empujándolos, lanzándolos, arrastrándolos con el consiguiente enojo de los adultos.

También a partir del año y medio, otro juego que realiza, principalmente con sus manos, es el de encastrar y construir (con ladrillos, figuras geométricas, recortes de madera, etc.), así construye torres, caminos, casas, autos, trenes. Si bien se ocupa placenteramente de la construcción y el encastre, hay que destacar que tanto o más placer experimenta en el momento de la caída y destrucción de lo que construyó con tanto esmero. Esto que al niño le produce tanta alegría, no siempre es bien entendido por los adultos, quienes suelen tratar de evitar que desarmen lo realizado. Quizás han podido ver cómo con baldes, rastrillos y palas en mano están durante un tiempo prolongado, solos o acompañados realizando placenteramente en la arena, castillos, pozos, túneles... Además, es tan importante permitirles elegir y apropiarse libremente de los juguetes, como dejarlos que puedan liberarse de ellos cuando lo deseen.

En otras palabras, aprender a desplazarse es un hito evolutivo que permite al niño acercarse y alejarse voluntariamente abriendo un importante camino a la exploración. La confianza adquirida en las primeras relaciones vinculares posibilitará este desarrollo. El permanecer de pie da una percepción diferente del propio cuerpo tanto de su interior como de los excrementos que de él salen…Otro gran paso en la adquisición de la autonomía.

Después de lograr el equilibrio de su cuerpo en la marcha, el interés se desplaza a la retención y a la expulsión voluntaria de sus excrementos y es el aprendizaje del control de esfínter otro de los jalones evolutivos que signa la constitución del psiquismo, las relaciones con el mundo y, por ende, la capacidad de aprender.

El momento evolutivo normal del proceso del control de esfínteres diurno gira entre los veinte meses y hasta aproximadamente los tres años. El control de la micción nocturna puede extenderse hasta los cuatro años. El modo en que se acompañe al niño en esta adquisición es de vital importancia. Una actitud severa, desvalorizante, o despectiva del adulto frente a las complicaciones que presenta el cumplimiento de las normas de limpieza, entorpecerá la adaptación a la vida social y las posibilidades de vivir y sentir su cuerpo con soltura. Así también, iniciar este proceso antes que el niño tenga la madurez evolutiva o por el contrario demorarlo, resulta muy perturbador.

Es importante que nadie le obligue a abandonar sus pañales, él podrá hacerlo por amor a los adultos y porque lo desea, porque le interesa. Se siente orgulloso de sí mismo si lo consigue. Caso contrario es importante que se lo consuele. Simultáneamente con esta nueva adquisición se va estructurando la noción de poder y de propiedad privada, experimentando la vivencia de dar, soltar, regalar, según él desee. Puede observarse también, en esta etapa evolutiva una intensa necesidad de oponerse como un modo de diferenciarse, el "no" queda al orden del día: ¡Ese maravilloso NO! ¿Pero porque? Porque a partir de él podemos progresar en los procesos de discriminación entre lo mío, lo tuyo, lo nuestro, entre los acuerdos y desacuerdos.

El niño ama y también teme lo que sale de su interior, a veces puede, a veces se le escapa, a veces quiere, a veces no quiere. El barro, la plastilina y el agua, son elementos que representan y se ofrecen como sustitutos ideales de sus excrementos, dado que le permiten jugar, manipular, transformar, ayudando así en la adquisición del control de esfínteres. A esta edad, el trato social con sus pares es indispensable, ellos también ayudan a dejar los pañales, a entablar conversaciones y diferentes juegos.

La ambivalencia es el sentimiento central en esta etapa vital, lo que desde el punto de vista del desarrollo del pensamiento impulsa al reconocimiento y búsqueda de pares antagónicos. Los procesos de clasificación se realizan del siguiente modo: toda mujer es una mamá buena/mala; toda mujer mayor es una abuela buena/mala. Todo lo que se opone a su voluntad es malo y les pega, estableciendo pleitos con ellos y con lo que se le parece. No tiene aún sentido de las relaciones ni del por qué causal, de modo que aprende-clasifica según la repercusión agradable/desagradable.

A esta edad, se necesita de la asidua presencia del adulto, se lo percibe como grande, todopoderoso, mágico y aparecen los deseos conscientes de identificarse con toda persona que es por él valorada. Por este motivo, señalamos la importancia de estar atentos a los diferentes sentimientos que aparecen en el niño. Por ejemplo, cuando permanece muy enojado con las personas que lo cuidan durante un largo tiempo, este sentimiento comienza a resultarle muy penoso, lo que lo lleva a ceder o a desplazarlo a otros objetos, personas o animales. Ante ellos desarrollará posteriormente miedos intensos, por temor a la retaliación o venganza.

En este momento evolutivo, los sentimientos de ambivalencia, los caprichos y los berrinches hacen un debut especial. Los caprichos infantiles tienen distintas intensidades: en ocasiones se sienten tan enojados que no pueden aceptar el consuelo, la cercanía física, los abrazos y sienten temor a ser dañados y/o a dañar con la intensidad de su enojo a sus seres queridos. Cada niño tiene un modo de calmarse, pero cuando son dejados sin compañía en esos momentos les confirman su maldad. Otras veces, el acercarse cuando ellos no pueden tolerarlo, es violentarlos. ¿Qué hacemos entonces? Recuerden que en estos momentos es cuando más necesitan del adulto. El desafío para los docentes es encontrar la forma de contener la angustia que generan en el niño estos estados enojosos, por esto vamos a referir un ejemplo concreto observado en un Jardín Maternal.

Cuando Francisco se enojaba, se tiraba al piso y comenzaba a patear, primero quería hacerlo sobre el cuerpo de otro y luego se castigaba golpeándose, llorando y tirando de su pelo; si la docente se acercaba más lloraba, más pateaba, más se enojaba. ¿Ustedes que harían frente a esto?. Quien cuidaba de él para contenerlo dijo: "Aquí, conmigo, nadie se golpea, ni golpea a otro". Dado que el niño no permitía que se acercaran a él, la docente con firmeza expresó: "Si no te golpeas yo sólo te miro, pero si te haces doler yo soy más grande y puedo evitarlo"; como Francisco no podía cumplir, ella se acercó y lo tomó en brazos, sosteniéndolo para que no pateara, hasta que se le pasara. Optó por canturrear una canción en la que le contaba que estaba enojado, por eso quería pegarle y que después se arrepentía y por eso se pegaba. Como la docente no se asustaba podía cuidarlo de que no la pateara y él se iba tranquilizando. Más adelante, cuando se enojaba intensamente sólo gritaba y lloraba amenazando con pegar y pegarse sin concretarlo. En este momento, la docente comenzó a invitarlo a jugar a pegarle a un almohadón; al principio no participaba de esto, pero se quedaba escuchando y mirando más tranquilo. Este hacer se acompañaba de conversaciones sobre lo que le pasaba, sobre su enojo o también, jugaban con muñecos posibilitando que el niño representara situaciones que lo enojaran y diferentes modos de reaccionar. Con este niño el modo funcionó. El desafío consiste en encontrar de qué forma los estados de angustia pueden ser contenidos en la vida cotidiana. Tenemos que señalar que para que esta relación sea posible las docentes deben estar lo suficientemente apoyadas por sus colegas, sus auxiliares y la institución, de tal modo que le posibiliten la disponibilidad para llevar a cabo estas actividades en las que es necesario estar a solas con el niño.

Me detengo aquí, por considerar que es central ayudar al niño a superar sus estados de enojo. Todo berrinche esconde un sentimiento angustioso. Ustedes habrán escuchado, por ejemplo "Tan bien que se portaba, llegó la madre y mira el lío que hace". Generalmente los caprichos, llantos, enojos en estos momentos son un modo de expresar que extrañaron, que se enojaron con esta ausencia, que necesitan del otro. Cuando no se entienden estos sentimientos se suele recurrir a los retos, restricciones que si bien puede que inhiban la conducta, incrementan la angustia y la búsqueda de castigo para que disminuya dentro de si la culpa de estar enojado. En cambio, si en estos momentos se le puede explicar lo que le sucede, seguramente podrá buscar otros modos de reencontrarse, comunicarse y desarrollarse.

En las relaciones del niño con los adultos y también con sus pares suele aparecer la imitación directa, o por el contrario, la oposición sistemática. Los niños necesitan poder decir "no", dado que promueve un importante paso a la discriminación: "este soy yo / este no soy yo", "esto es mío / esto no es mío", "esto lo quiero/ esto no lo quiero". En este nuevo paso del desarrollo, aparece el "no" de manera gestual y verbal, al que Spitz (1969), le confiere la categoría de un ordenador psíquico. Por otro lado, la aparición del "no" suele poner en aprietos a los adultos que se sienten desobedecidos.

En este momento evolutivo, ya próximo a los tres años comienzan a preguntar sobre la diferencia de sexo, ¿cómo son los varones? y ¿cómo son las niñas?, ¿por qué mamá es distinta a papá? En otras palabras, se descubren niño/niña, sus diferencias de género comienzan a notarse en el carácter y se traducen en sus actividades lúdicas, entre ellas los juegos del doctor, de la mamá y el papá.

Entre los tres y los cuatro años, si se ha logrado un desarrollo armónico, el niño habla con cierta fluidez, ha dejado atrás sus pañales al menos durante el día, reconoce sus sensaciones térmicas y comienza a cuidarse del frío y del sol, abrigándose o desabrigándose, puede descifrar que tiene apetito y que desearía comer, discrimina cuando llegó el tiempo de dormir y cada vez necesita menos de que otro sea el traductor de sus necesidades básicas.

En otras palabras, comienza con la tarea de automaternarse, ya puede, de alguna manera, satisfacer sus necesidades ya sean ellas fisiológicas o psicológicas. Cuando estos grandes cambios evolutivos se hacen presentes en el niño, la función que desempeña la docente se modifica. Llegó el momento de abandonar paulatinamente el rol maternante y acompañar al niño en el recorrido, que deberá hacer para convertirse en persona que pueda vivir en grupo conservando su integridad y la de los otros, diferenciar "entre lo mío", "lo tuyo", "lo nuestro", y comenzar a discernir entre lo permitido y lo prohibido.

Apoyar el crecimiento implicará respetar y acompañar la capacidad de elegir, capacidad que tiene que estar transversalizada por las pautas que señala el adulto encargado de vigilar que se cumplan las normas básicas, que se podrían sintetizarse en: “no te dañarás, ni dañarás a otros”. Recordemos que el niño aún piensa en acto, el lenguaje no le alcanza para guiar su conducta y para expresar sus sentimientos, por lo que las explosiones y los berrinches son frecuentes.

La relación entre pares ocupa un lugar especial en el interés de los niños y a veces en las preocupaciones de los adultos porque aparecen los conflictos, las agresiones. En los niños pequeños esto suele ser signo de afinidad recíproca. Si el adulto no reacciona con ansiedad "defiéndete", o por el contrario, acusándolo de "niño malo que traes problemas" o recurre a amenazas o restricciones que no llevan a la comprensión de lo que le sucede, sus deseos de estar con otro pueden inhibirse.

Doltó (1991), señala la importancia de comprender que cuando un niño derriba a otro, o le quita un juguete está buscando su atención, dado que se siente atraído por su forma de jugar más que por el juguete en sí. Casi podríamos decir "dime a quién molestas y te diré quién te gusta". Cuando esto es comprendido por los adultos se abre un espacio para la comunicación y la posibilidad del niño de recurrir a los adultos para ser consolado, sin crear una falsa culpabilidad. Un modo de conversar sobre lo sucedido puede ser: "me parece que lo que querés es divertirte como se divierte él, ¿querés que probemos juntos?".

Recalco que frente a estos avatares, tanto el niño agredido como el agresor, necesitan ser acompañados. A su vez, hay que reconocer que estas situaciones frustrantes son naturales y permiten ir transitando las pruebas que implica la vida social, el tener y ser amigo. No olviden que sin amigos no se aprende, sin amigos no se vive; para crecer normalmente se necesita el contacto, la diversión, el compartir, el jugar con sus pares.

También es cierto que muchas de las peleas entre los niños trascienden porque el adulto no se hace presente a tiempo y los deja solos hasta que la tensión los desborda. Cuando se está cerca, fácilmente se puede notar cuando la discusión, el tironeo comienza un "cuéntenme qué pasa", o "¿por qué no jugamos con...?" dicho a tiempo, evitaría muchas de las peleas.

Se considera importante describir una situación diferente, aludiré a una observación realizada en un Jardín Maternal: una docente desde su silla tranquilamente cuidaba tres niños que jugaban libremente en el arenero. Al rato comenzaron a disputarse una cuchara, por lo que la docente se acercó y sin hacer alusión a la pelea que recién se iniciaba, propuso hacer una torre de arena entre todos. Los niños rápidamente cambiaron el juego y compartieron la propuesta.

En este momento evolutivo, entre los tres y los cuatro años, sucede algo trascendental: descubre las diferencias entre el sueño y la realidad, entre lo fantasmagórico y lo real entre el pensar y el hablar, verdadero hito en la constitución del sujeto. El niño descubre que si él no dice lo que piensa, el otro no puede adivinarlo. Se da cuenta de que su producción mental y la de los otros son privadas, que sus padres, maestras y él mismo, pueden esconder lo que piensan o pensar una cosa y decir otra. Tal descubrimiento-construcción introduce el permiso de ser diferente y constituirse como sujeto pensante. Pero esa construcción de ser autor de sus propios pensamientos lo conecta irremediablemente con la necesidad de resignarse a perder los beneficios que otro piense por él o en él. Este descubrimiento es tan fundamental como lo fue previamente el reconocimiento de la diferencia de sexo y marca la constitución del sujeto cognoscente, tal como lo señala Alicia Fernández (2000).

El niño ya es capaz de producir sus propios pensamientos y comienza a recorrer el camino de decidir si desea que sean públicos o privados. Esto suele resultarle difícil a los adultos, dado que tendrán que resignar el pensar por el niño, el tratar de adivinarlo, de anticiparlo, de convertirse en detectives, manteniendo conductas que antes fueron necesarias pero que en este momento, sólo son maneras hirientes en las que se desconoce el derecho a la privacidad y a elegir cómo, cuándo y qué decir.

El descubrir la privacidad de la mente les permite comprender las bromas y las mentiras de una manera diferente. Los niños, desde muy pequeños, con sus juegos buscan “hacer creer” que algo no es real; entre risas simulan una situación para mostrar rápidamente que no son ciertas. Por ejemplo: cuando juegan a las escondidas, quieren hacer creer que no están, lo mismo que cuando juegan a hacerse los dormidos. Pero alrededor de los tres años, los niños disfrutan plenamente de la posibilidad de tener sus propios secretos, aunque, a esta edad, sólo pueden sostenerlos por un corto tiempo. Estos secretos, a veces, son del orden de la broma, de la complicidad de reunirse con alguien para ocultarle algo a otro, de jugar a engañar a un tercero, lo que los divierte entrañablemente. En realidad juegan con su mente, se ponen en el lugar del otro para suponer qué es lo que ese otro piensa.

Los secretos son precisamente los que nos indican que han dado un gran paso, que comprenden algunas de las prohibiciones y las transgresiones o que se sienten avergonzados, incómodos o reconocen su propia privacidad. Por ejemplo, los niños eligen frente a quien desvestirse y frente a quien guardar el secreto de la intimidad de su cuerpo; simultáneamente sienten mucha curiosidad por el cuerpo de los otros y entre compañeros, en privado comienzan a jugar al doctor, a la mamá y al papá o a aquellos juegos que los ayuda a resolver los enigmas de la vida. En este mismo sentido, también hay otros juegos que se viven como transgresiones, como por ejemplo, levantar las polleras o tocar la cola y salir corriendo. Las pequeñas transgresiones infantiles suelen provocar ansiedad en los adultos y puede traducirse en dificultades para pensar, contener y respetar los sentimientos y las curiosidades del niño.

En esta edad, ellos están muy preocupados por cómo los ven las otras personas, son muy sensibles y en general suelen tener dos modos opuestos de contarnos esta preocupación: una es la timidez y la otra es la inquietud un poco exagerada con la que dicen "Mírenme, aquí estoy".

Les gusta cantar, bailar y jugar activamente. Hablan de sus acciones y la de los otros. Son observadores y hacen muchas preguntas movidos por el deseo de identificarse con toda persona que, frente a sus ojos, tiene valor de modelo: sus pares, los niños mayores, los padres, las personas que sus padres respetan y quienes recíprocamente retribuyen este sentimiento. Si bien hace tiempo que empezó la edad de las "monerías", probablemente a los tres años está en su máxima expresión y buscan a los otros para comunicarse a través de ellas.

Comienzan las preguntas…

Como ustedes pueden apreciar, el niño de esta edad ya sabe muchas cosas de sí mismo. El descubrir las diferencias de sexo y luego la privacidad de la mente los llena de curiosidades, de necesidades de investigar, de preguntas sobre sí mismo y los otros. Los por qué, los cómo y para qué, estarán al orden del día, presentes en forma insistente en los niños que son escuchados.

Podemos afirmar que hacer preguntas y hacérselas a sí mismo es un indicador de salud, de libertad para pensar. Es precisamente entre los dos y los cinco años la etapa de "los interrogantes". Padres y docentes tienen que saber cómo propiciar un espacio para que surjan las preguntas que son el fruto del deseo de conocer, del deseo de estar con otro, de la curiosidad y la creatividad. El niño busca explicarse lo que sucede en el mundo humano y material que lo rodea: ¿por qué corre agua por el río?, ¿cómo se hicieron las montañas?, ¿por qué él es pobre?, ¿dónde viven los ladrones? etc., etc. Es capaz de transformar las más diversas situaciones en incógnitas.

Los progresos en el conocimiento de su propio cuerpo, si la relación con los adultos lo permite, lo llevan a preguntar, por ejemplo: "¿De dónde vienen los niños?", "¿por qué nosotros tenemos el mismo apellido?", "¿por qué son diferentes los varones de las nenas?", entre otras. El eludir estas repuestas fomenta por un lado la idea de que conocer y preguntar, está prohibido. Esto puede tener como consecuencia que las preguntas se intensifiquen: “¿por qué?”, “¿por qué?", y no puedan detenerse a escuchar las respuestas que les dan o por el contrario, que los niños se bloqueen y dejen de formular sus interrogantes.

A los adultos les suele resultar más dificultoso contestar a preguntas que tienen que ver con la sexualidad y con la muerte. Además, con cierta frecuencia, los medios de comunicación difunden distintas perspectivas sobre cómo el niño descubre la diferencia entre varones y mujeres, así como sobre su curiosidad ante el enigma representado por la pregunta: "¿de dónde venimos?", pero muy poco se dice acerca del descubrimiento de la muerte.

¿Sabían que el niño descubre la muerte muy tempranamente? ¿Cuándo? Ya entre los ocho y nueve meses el bebé se impacta por los animales pequeños como las hormigas y los gusanitos. Al principio no les tiene ningún temor, pero cuando se da cuenta que con su dedo, o con su pie puede aplastarlos, que puede dominarlos, siente placer y también temor. Es en el contacto con estos animales donde el bebé, alrededor de los nueve meses, descubre la muerte. Atención: para él la muerte, en este momento, sólo implica detención de la movilidad, aún no tiene el sentido que tiene para los niños mayores. Este descubrimiento se va complejizando de la mano de su interés por los canarios, los patos u otras aves, al empezar a caminar. Más adelante su interés recaerá especialmente en los mamíferos. Es precisamente el contacto con los animales lo que le permite comenzar a preguntarse por la muerte.

Alrededor de los tres años el niño empieza a diferenciar entre lo que está y no está, entre los seres vivos y lo inanimado, entre lo perecedero e imperecedero y es en este momento, cuando se interesa por los minerales porque ellos no cambian, no mueren. Cuando el niño comienza a jugar con piedras, denlo por seguro, ha surgido su preocupación por la muerte y pregunta por ella.

Aún no tienen la noción de infinito, por lo que todavía queda asociada a la inmovilidad, lo que se mueve tiene vida, lo inmóvil está muerto. Por ello primero la entienden en los animales y luego en los vegetales.

A veces los adultos se asustan con las preguntas de los niños y suelen contestar con evasivas o ponerse indiferentes o, por el contrario, hacer una sobre mostración contestando más allá de lo que él puede entender o quiere saber. Sólo si escuchamos atentamente el diálogo que vamos entablando frente a cada pregunta, podremos saber cómo y qué ir mostrándole con nuestra respuesta. También es bueno guiar la exploración, el descubrimiento, la manipulación directa poniendo palabras, explicando lo que observa. Tal como lo señala Doltó (2000), los Jardines Maternales que incluyen en su organización espacios al aire libre, granjas y quintas facilitan que el niño pueda mantener un contacto directo con la naturaleza, aprenden a cuidarla, se enternecen con los animales y ponen a prueba sus ideas previas, tales como: “todo lo vivo se mueve”, “de las hojas nacen plantas”; pero fundamentalmente si son acompañados van contestándose los enigmas de la vida: ¿qué necesitamos para vivir?, ¿por qué hombres y mujeres somos diferentes?, ¿cómo nos reproducimos? Quizás ustedes han observado lo importante que son las plantas y los animales en la vida de los niños desde bebés; generalmente las madres lo saben y hacen sus primeros paseos con ellos, señalándole las hojas de los árboles o los ponen en su cochecito a que disfruten de su movimiento. Luego, cuando son más grandes les permiten jugar con las hojas que suelen transformarse en comiditas o las flores de colores en pinturas para colorear o tener su mascota que soporta todo y mucho más de su pequeño dueño: que le tire la cola, le saque la comida de la boca, y se le tire encima. Todas estas son experiencias importantes para los bebés y los niños que convendría tener en cuenta.






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